Sentada, como le gustaba hacerlo
cada tarde, desplegar una manta sobre la
hierba, en la intimidad de su patio.
Librar sus sentidos a la naturaleza, a los sonidos que
el día trajera consigo. Dejar que el aire recorriera porciones de su cuerpo
desnudo, con el vago deseo que este por fin purificara su blanca, suave e imperfecta piel.
Inspirar a bocanadas y expirar la
peste resiliente que aun quedaba, despojos de encuentros clandestinos.
Abismada al juego mental que la
abstraía de la realidad reinante. Sus pensamientos giraban en torno a momentos
vividos, cercanos, lejanos.
Ella, su aspecto tranquilo,
mirada perdida parecía estar mirando al futuro, piernas cruzadas, espalda erguida,
la palidez de torso y piernas al descubierto, así sin más, sin menos, y el olor de su piel
invadiendo el espacio.
Quien pudiera penetrar más allá
del averno de sus largas piernas, quien pudiera llegar a sus recuerdos.
Quien pudiera develar el misterio
de su picara sonrisa, de su piel de seda y del sabor de sus labios.
Sus recuerdos giraban picarescos
en la última tarde de encuentro loco, dar en la carnicería con quien fuera su
amante durante años, ese quien la negaba, que pretendía burlar tanto embrujo, vagabundo
emocional.
Lo provocó con su amplia sonrisa,
jugando con sus labios, levantando
levemente su ceja derecha, invitándolo a sumirse en el veneno de tanta pasión
contenida, segura que él la observaba desde el espejo que daba frente a ellos.
Pidió un peceto y le pareció
seductor ver al carnicero llevar sus manos sobre ese pedazo de carne, golpearla
en un gesto de mostrar la calidad de la mercadería, ella se estremeció de
placer, un frio litigante la recorrió por completo desde sus entrañas.
Imaginó que las manos de su
amante la tomaban fuertemente por las caderas y la llevaban hacia él.
Deseo retroceder y apoyar su
cuerpo en él, abrazarlo y dejar que sus labios la recorran desde su cuello
hacia toda su extensión.
No recuerda haber pagado, haber
emitido sonido, salió alborotada, sintiendo el deseo en su piel.
Unas pocas cuadras la alejan de
su casa, las recorrió flotando en la nube que la embargaba cada vez que lo
veía.
Aunque pronto debía salir del
letargo, el ruido de las llaves al intentar abrir la puerta, le marcó la
realidad, debía cocinar, estaba a horas del regreso de su marido.
Triste fue reaccionar que en sus
manos solo traía la billetera, había olvidado las compras. Cuando se disponía regresar
a la carnicería, escucha el timbre, seguramente sería el chico del delivery, la
conocían desde hace años, más de una vez ella se olvidaba algo y se lo
acercaban a casa.
Abre la puerta, sin mirar, a
pesar de la insistencia de su marido
sobre que no deje de mirar por la
ventana antes de abrir.
Allí lo encuentra, alto, delgado,
su amante, su vagabundo emocional, totalmente entregado, el chico del dlivery
no era más que aquel a quien siempre esperaba con la lujuria y pasión renovada.
Aun parado en el umbral extiende su mano con la bolsa y en su interior el
peceto que olvidó.
Ella extasiada lo invita a pasar,
él accede y sin más la besa con la fuerza del que quiere todo, por momento su egoísmo
e imposibilidad de expresar, se ven superados por el fuego que ella le provoca.
Un sillón, cinco minutos y el
peceto sobre la mesa, testigos de tanto, y de tan poco.
Sus manos sobre las amplias
caderas de ella, su boca furiosa en los labios sabor frutilla, él negándose y
ella despojándolo de su pantalón, calzoncillos y vergüenza.
Por momentos le robó su mirada,
el éxtasis lo embargo, dejo salir música, leves canciones fruto de su deseo a
flor de piel, de pasión contenida, de ganas de sexo.
Del deseo de su boca en su miembro,
de la suavidad de su lengua recorriéndolo por completo, pequeños mordiscos, y el
vaivén de las manos, labios y lengua en la extensión de su sexo.
Totalmente alterados, sin mediar
palabras, solo se encontraron como otras tantas veces para saciar la sed que uno
siente por el otro.
Al silencio reinante solo lo
alteraban los tímidos jadeos de él, y gritos
apasionados que ella daba en cada encuentro.
La arrojó sobre el sillón y la
penetró descaradamente, fuerte, queriendo estar por completo dentro de ella.
En ese simple acto enloqueció se
dejo ir. Se alejo de prejuicio alguno y gozaron.
Verlo a él siempre tan
controlador, ahora allí extasiado, habiendo estallado de risa en el instante
mismo en el que acabo dentro de ella. Sentirse dadora de esa pasión, de ese
gozo la extasiaban aun más.
Lo vio alejarse con sus anchos pantalones y la sonrisa pegada en su piel.
Lo vio alejarse con sus anchos pantalones y la sonrisa pegada en su piel.
Recuerdos que le provocaban esa
amplia sonrisa, sentada sobre la manta dejando que el aire le regale vida.
A su llegada, así la encontró,
sentada, con su mentón sostenido por esas manos finas, simples, bellas, las que
lo llevan a la locura.
Efímera y muy a su pesar real, allí estaba, como
esperando, ella, de sus putas la más fiel.
Mari Ara
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